quinta-feira, 1 de setembro de 2011

La primacía del servicio a los pobres


La primacía del servicio a los pobres


Ficha del Artículo


«Me parece que estos dos grandes santos de la Caridad —San Vicente y Santa Luisa de Marillac— os conjuran con ternura y con firmeza a que de­fendáis y afianciéis vuestra pertenencia radical a Jesucristo, según las pro­mesas que renováis todos los años el 25 de marzo».Estas son palabras que les dirigió Juan Pablo II en la inolvidable audien­cia que concedió a los miembros de la Asamblea General el 11 de enero últi­mo. Palabras que demuestran el conocimiento que tiene de las Hijas de la Caridad. No se pronuncia sobre la naturaleza exacta de sus compromisos; según el método que suele emplear habitualmente, va derecho a lo que más le interesa y lleva en el corazón, a lo que considera esencial. Sabe que las Hijas de la Caridad «están totalmente entregadas a Dios para el servicio de los pobres» en una Compañía que tiene su originalidad y espíritu propios…, y es a eso a lo que les pide que permanezcan fieles, es eso lo que les conmina que defiendan y afiancen con motivo de la renovación.

En este 25 de marzo, tengan, ustedes, pues, muy presentes en su mente y en su corazón esas palabras que, en nombre de sus fundadores, les dirige el Sto. Padre «con ternura y firmeza»… En esto también le reconocemos: sabemos que quiere mucho a las Hijas de la Caridad pero, por eso precisa­mente, se muestra exigente con ellas, y, como cabeza de la Iglesia, les dice sin rodeos en nombre del Señor: sed cada vez más fieles al designio de Dios sobre vosotras; lejos de traicionar vuestra misión, sabed descubrir cada vez mejor su importancia, su significado, su actualidad y, sobre todo, vividla auténticamente.
Este 25 de marzo es también, el del 150 aniversario de las Apariciones de María a Santa Catalina Labouré. De sobra conocemos el fervor mariano de Juan Pablo II para no ver en ello una circunstancia que comunica mayor impacto a sus palabras. Me extrañaría que un día u otro no hiciera alusión a este aniversario. De lo que, en todo caso, podemos estar seguros es de que entramos en su línea de pensamiento y en su intención poniéndonos a la escucha ‘y bajo la protección de la Virgen y esforzándonos por asimilar lo mejor posible el mensaje de la calle del Bac, que tan de lleno entra en nues­tra vocación de misioneros de los pobres. La Asamblea General ha querido recordarlo —«con fuerza y amor también»— en su declaración sobre la Vir­gen María (ver Ecos de la Compañía, marzo de 1980, p. 16).
Queriendo «afianzarlas en la actualidad de su vocación», el Papa nos ha hablado de los pobres, del servicio u los pobres, y coincide con el pensamiento de los fundadores al decir que ese servicio «debe ser preferido a todo». Con ellos también nos dice el porqué y el cómo «NO TENER OJOS NI CORAZON MAS QUE PARA LOS POBRES».

  1. A.     ¿POR QUE?

Uno de los aspectos más positivos de la Asamblea general ha sido el tes­timoniar los pasos que se han dado en este punto fundamental. Hay que reco­nocer que esta afirmación de la primacía del servicio no deja de ser equí­voca. Mientras se confunda el «servicio» en el sentido fuerte de la palabra, con las modalidades concretas y los diversos compromisos de orden temporal en que se expresa o puede expresarse, es evidente que se cae en el error más burdo y peligroso: el de hacer de esas actividades como tales el centro de nuestra vida y, en cierto modo, la cumbre de la jerarquía de valores.
Esas actividades —cualesquiera que sean— no pasarán de ser medios o condiciones, con la «relatividad» que lleva consigo la palabra. El mayor desorden que puede darse es el de convertir los medios, por importantes y necesarios que sean, en «fin» y con mayor motivo en el «fin último»…
Pero, entonces, ¿dónde está ese fin, esa finalidad?… Ahí está la cuestión primordial, porque es el fin el que determina los medios —y no a la in­versa— y, sobre todo, es el fin el que determina y orienta toda la vida, toda nuestra vida, y le comunica su verdadero significado, en el plano personal y en el comunitario.
La respuesta es ésta: en el pobre, en los pobres, es a Jesucristo esencial­mente a quien hay que buscar, que contemplar, que servir, que revelar.
«Lo que hacéis o uno de mis más pequeños hermanos, a Mí me lo hacéis.»
¿Es .necesario añadir hasta qué punto vivieron sus fundadores de esta convicción?… Acaso no nos damos bastante cuenta de toda la profundidad, de toda la exigencia de esta mirada de fe… Acaso también, olvidamos un poco la palabra de San Pablo: «Y si repartiere toda mi hacienda… a los pobres, no teniendo caridad, nada me aprovecha». ¿Comprendemos bien que sólo la acción de Cristo puede salvar? ¿Qué debemos ir al encuentro de ese amor divino, siempre operante, en el corazón y la vida de los pobres? ¿Qué es ese amor el que debemos dejar transparentarse a través de nosotros, lo que supone estar íntimamente unidos a Él?… Nada hay imposible para Dios, pero como es su Voluntad que seamos cooperadores suyos, el problema ra­dica, no sólo en no ponerle obstáculos, sino, en estar armonizados con El al máximum.
«Al máximum»… A eso tenemos que llegar y ahí es donde volvemos a encontrarnos con el «totalmente entregadas a Dios para el servicio de los pobres», en la unidad de una vida en la que todo —es decir, la acción apos­tólica en sí, pero también todo lo que requiere y va suscitando alternativa­mente de oración, de vida fraterna, de castidad, dé pobreza, de obedienciatodo, repito, está polarizado por la identificación lo más completa posible con Jesús-Servidor, bajo la acción de su Espíritu de Amor, sencillo y humilde, que nos asemeja, al mismo tiempo, a Él y a los pobres
Esa es la manera en que ustedes deben vivir «al máximo» el bautismo. Por eso, ha sido muy acertada la determinación de la Asamblea General de recoger en la fórmula de los Votos la expresión de Santa Luisa: «Renuevo, las promesas de mi bautismo».

1. Jesús-Servidor
Contemplad a Nuestro Señor Jesucristo —vuelve a decirles Juan Pa­blo II— escuchadle repetiros el sentido de su misión: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos…»
Es cierto, el Evangelio nos presenta casi siempre a Cristo entre los Po­bres. Es como su medio ambiente.
«Este mundo necesita más que nunca descubrir el verdadero rostro del amor del Señor y el mensaje evangélico de la Iglesia. Al hacer a Dios pre­sente a los pobres, dais un testimonio excelente, y no debéis escatimar nada para que ese testimonio sea perceptible a todos: esa es vuestra fidelidad esen­cial, porque fue lo que quisieron San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Ma­rillac. Continuad, a ejemplo suyo, sirviendo a los pobres, compadeciéndoos de sus sufrimientos, respondiendo a sus llamadas, aun cuando esto suponga, a veces, perturbar un poco vuestra vida de comunidad, va que no vivís en comunidad sino que estar más disponibles a los que os necesitan y a los que tenéis que hacer comprender con vuestra disponibilidad cuánto les ama Cristo. El es, en efecto, el manantial de vuestra caridad, el que os da fuerzas para renunciaros en aras de un servicio más sublime.»
En definitiva, es también el eco del célebre «dejar a Dios por Dios» de San Vicente, que no podemos llegar a comprender y a practicar sino en la medida en que, como él, hagamos nuestras las disposiciones del Verbo En­carnado:
«Pido a Nuestro Señor, decía, que le conceda la gracia de mirar estas cosas como son en Dios y no como aparentan ser fuera de El, porque, de no ha­cerlo así, podríamos engañarnos y obrar de manera distinta a lo que El quiere».
Esta convicción, tantas veces repetida, es la que le lleva a contemplar a Jesús como la Regla que ilumina y moldea: las Hijas de la Caridad, por su parte, afirma, deben —dentro de su condición y según su vocación—, «hacer lo que Nuestro Señor hizo y continuar su obra de amor».
Si, pues, Cristo es la «Regla de la Misión» como es la de las Hijas de la Caridad, es evidente que esta expresión de «Regla» quiere significar aquí nuestra identidad profunda: no se trata en manera alguna de una noción jurídica o de una consideración moralizadora; se trata de una cuestión de vida y de vida en profundidad.
En la relación de San Vicente con Jesucristo hay enfoque «selectivo»: para él, Jesucristo es Dios encarnado en la historia de los hombres, perfectamente interesado, implicado, activo dentro de esa historia; Jesucristo es el Misionero del Padre; así es como San Vicente llegó a encontrarle, a des­cubrirle… y dentro de esa misión de Jesucristo, llega a hacer otra selección, tanto más dinámica y actual, cuanto que es más concreta, más determinada: es el Misionero de los Pobres, el Enviado a los pobres:
«Y si se pregunta a Nuestro Señor: ¿Qué habéis venido a hacer en la tierra? contestará: —Asistir a los pobres—. Y, ¿qué más? —Asistir a los pobres.»
La expresión «No tengáis ojos ni corazón más que para los pobres» de Juan Pablo II encuentra aquí todo su significado y su plena justificación. Del mismo modo que una mujer no sería madre si no tuviera por lo menos un hijo, así son los pobres lo que hacen de ustedes Hijas de la Caridad: su «consagración» radica para ustedes en su servicio y va unida a él en la medida en que «descentrándolas» de ustedes mismas para «centrarlas» en Jesucristo, le dejen continuar en ustedes y a través de ustedes su propia misión de Evangelizador de los Pobres.
Entonces, las opciones de Jesús llegan a ser auténticamente las de uste­des… y son siempre opciones de Servidor. Esa actitud, como nos lo recuer­da el Santo Padre, Jesucristo la vive en medio de un pueblo. Y no nos en­gañemos: en los momentos en que se retira para orar, está más que nunca, si se puede hablar así, en actitud filial y, por lo tanto, asumiendo el designio de Amor del Padre sobre la humanidad. Cuando en la Cruz exclame: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» estará también más que nunca vuelto hacia el. Padre, sintiendo sobre sí a todos los hombres a los que ha venido a salvar, para atraerlos a Él. Y no podemos separar lo que Dios ha unido: si Jesús establece un nuevo lazo entre los hombres y el Padre, no por eso hace desaparecer las solidaridades humanas, al contrario, a ellas remite como a un lugar en que, de manera especial, va jugarse nuestra suerte. Ahora bien, el amor que hemos de testimoniar no viene solo ni primordial­mente de nosotros; no puede venir sino de Cristo, muerto y resucitado, que nos comunica su Espíritu. Para llegar a ser «signo» tiene que empezar por inscribirse en lo concreto, pero repitiendo auténticamente las opciones de Cristo que vivió nuestra condición humana en todo menos en el pecado. Y, no lo olvidemos, si vino hasta nosotros, fue para atraernos a El, a su Padre.

2. Cristo en los Pobres y los Pobres en Cristo
Insistiendo en no separar a Cristo de los Pobres y a los Pobres de Cristo es como encontramos el eje unificador de nuestra vida.
Nuestro apostolado no consiste en verter sobre los demás lo que «re­bosa» de nuestra vida evangélica. Si fuera así, tendríamos que esperar mu­cho tiempo antes de pensar en el apostolado. Pero, además y sobre todo, es que no hay otra «Fuente» de la que pueda manar la vida de los hijos de Dios, no hay otro «depósito» cuyo contenido «al rebosar» pueda verterse sobre nosotros más que Jesucristo y sólo Jesucristo… No podemos cooperar a su acción salvadora y, con mayor razón, no podemos llegar a ser en cierto modo los «canales conductores de su gracia, única que salva y santifica, no po­demos contemplarle, encontrarle y servirle en los pobres, sino como hemos dicho, en la medida en que estemos íntimamente unidos a El, totalmente entregados a El totalmente compenetrados con El en la línea de nuestra vo­cación y según sus exigencias.
A la inversa, si nos dirigimos a los pobres con este espíritu, no sólo en­contraremos en ellos a Jesucristo, sino que, a través de ellos, de su vida, de sus llamadas, sus alegrías tristezas, temores y esperanzas, nos sentiremos interpelados y motivados en nuestra propia evangelización. Este es uno de los signos de la autenticidad del «servicio» que no falla: el que en la escuela de los pobres, nuestros Amos y Señores, y evangelizándolos, nos sentimos penetrados de una fe más profunda, más seriamente enraizados en Cristo, tanto a nivel personal como comunitario, impulsados a un don más total por su amor y para irradiar ese amor. Si el contacto con los pobres llegara a entibiamos, por poco que fuera, algo habría que revisar cuanto antes. De todas formas, tenemos que recurrir constantemente a las convicciones fun­damentales y recordarlas porque, por definición, dirigen y orientan todo, dan sentido a todo, y en la misma medida en que esas convicciones se de­bilitan y oscurecen todo falla y se debilita, como lo ha recordado la Madre Ge­neral al final de la Asamblea.
Por eso, San Vicente desconfiaba de los «engaños de la naturaleza hu­mana» de las «doctrinas muy fundamentadas pero que no desembocan en el amor». «Su» Cristo es el que llegó a descubrir al cabo de una larga expe­riencia religiosa que lo llevó progresivamente y después de unos comienzos bastante vulgares, a transformar su visión de las cosas y de las per­sonas. Mirada que se tomó más profunda que trascendió las apariencias y lo inmediato, que se hizo más amplia y le permitió asumir lo que, antes, le resultaba desconocido y extraño. Ese Cristo va a transcender toda su vida, a convertirse en su vida toda, haciéndose, al mismo tiempo, inseparable de los pobres. San Vicente y Santa Luisa proponen frecuentemente a las Hijas de la Caridad como modelo —y modelo vivo— a Jesús de Nazaret, en la hu­milde realidad de lo cotidiano y más particularmente, en un estado de reba­jamiento que le llevará hasta la Cruz como «Servidor» del designio de Amor del Padre, que le consagró y envió para anunciar la Buena Nueva a los pobres.
Nunca ahondaremos bastante en la convicción de que «sirviendo a los pobres se sirve a Jesucristo». Esa «encarnación» prolongada es quizá el dogma preferido por San Vicente. La persona de los pobres toma así propor­ciones insospechadas. Y sobre todo no se pueden ya separar las tareas de humanización y de evangelización. Por lo demás, San Vicente lo expresa aún mejor. Dice: «Evangelizar con la palabra y las obras, es lo más perfecto». Y, de hecho, es eso, digámoslo una vez más, lo esencial, muy por encima de todos los demás medios que se pueden emplear y de todas las demás consi­deraciones que se pueden hacer. Cuando decimos que el mundo espera signos de un nuevo y constante Pentecostés, comprendemos bien que lo que el mundo quiere es «ver»: cuando nos vea «unidas a Dios y unidos entre nosotros y con todos en Dios por el Espíritu de Amor sabrá que Jesucristo es verdade­ramente el Enviado de Dios, el Salvador verdadero,
Como Hijas de la Caridad, quieren ustedes esencialmente vivir con Jesu­cristo el amor que tiene a los pobres y se entregan totalmente a El para imi­tarle en esto. Es esta la forma específica en que ustedes hacen de su exis­tencia una ofrenda viva de alabanza a la gloria de Dios, en Iglesia y con la Iglesia.

B. ¿COMO?

1. «Los Pobres están siempre entre nosotros»
Juan Pablo II, que no se contenta sólo con palabras, no deja de urgirnos, con San Vicente y Santa Luisa, para que pasemos del amor afectivo al amor efectivo.
Los pobres están ahí siempre entre nosotros; unos cercanos, otros más alejados; unos aquejados por las miserias de todos los tiempos, otros por las que engendra el mundo actual: «El calor de la caridad es, sin duda, lo que más necesitan los humanos, hoy como siempre».
Las Constituciones contienen expresiones fuertes que no debieran quedar en letra muerta:
«Del Hijo de Dios aprenden las Hijas de la Caridad que no hay miseria alguna que puedan considerar como extraña a ellas. Cristo interpela conti­nuamente a su Compañía por medio de sus hermanos que sufren, de los sig­nos de los tiempos, de la Iglesia… Múltiples son las formas de pobreza; múl­tiples también las formas de servicio, pero uno sólo es el amor que Dios in­funde en las que ha llamado y reunido…»
Y también:
«La Compañía quiere conservar la agilidad y flexibilidad necesarias para poder responder a las llamadas de la Iglesia frente a nuevas formas de po­breza. Trata de buscar a los pobres donde se encuentran; por su parte, cada una de las Hermanas está dispuesta a ir a prestar servicio dondequiera que se la envíe. Revisiones periódicas, a todos los niveles, permiten evaluar las nece­sidades y adaptar la acción a las condiciones de tiempo y lugar. Las deci­siones se toman dentro de la pastoral de conjunto organizada por la Iglesia local».
«Responder a las llamadas de la Iglesia ante las nuevas formas de po­breza». Precisamente, oímos la voz más autorizada que nos dice:
«Es cierto que las miserias sociales del siglo xvit y de la época de la Fronda, quedan muy lejos. Pero los pobres están siempre entre nosotros. ¿Quién nos dará las estadísticas exactas de la pobreza real en cada país y a nivel mundial? Con frecuencia se publican cifras en lo que concierne al co­mercio, a la agricultura, la industria, los bancos, el armamento… Pero, en la época de los ordenadores, ¿sabemos el número exacto de analfabetos, de niños abandonados, de subalimentados, de ciegos, de inválidos, de hogares deshechos, de presos, de marginados, de prostitutas, de parados, de gentes que viven en los barrios de chabolas del mundo entero?… (Juan Pablo II en la audiencia a la Asamblea).

Grabemos bien en nuestros corazones… y traduzcamos en obras… esa llamada a una renovada atención. Bien sabemos que San Vicente fue así, atento y realista.
Atento, «camina al paso de la Providencia». Es una forma de humil­dad: Sólo importa como ya hemos dicho, compenetramos con el querer y el obrar de Dios: nuestro puesto está allá donde Dios nos quiere, porque no somos sino siervos inútiles, pero que, en el designio misterioso de su amor infinito ha querido necesitar. Tenemos que estar atentos, pues, para no ade­lantarnos a El, anteponiendo exageradamente nuestras propias ideas, nues­tros caprichos y apasionamientos, nuestras precipitaciones; ni tampoco que­darnos atrás por no hallarnos suficientemente vigilantes. El medio más se­guro para lograrlo es buscar con pureza de intención la Voluntad de Dios. De ahí, que tanto insistiera San Vicente en la oración, la rectitud de miras y en tomarse el tiempo necesario para reflexionar y pedir consejo.
Realista, cuando se trata de los pobres, sabe tomar los medios prác­ticos que se imponen, desde los auxilios de urgencia mejor improvisados, hasta —y sobre todo— las organizaciones mejor concebidas y los pasos e intervenciones más audaces. Sí, verdaderamente, no tenía ojos ni corazón más que para los pobres. Se da también en San Vicente un nexo extraordi­nario entre lo inesperado y lo permanente, que nos apremia a ser los ins­trumentos más aptos, desde todos los puntos de vista, en las manos de Dios- Amor.

2. Revisión de nuestro «servicio»
No seríamos fieles a esa invitación de pasar del amor afectivo al amor efectivo, si no nos planteáramos unas preguntas concretas y no indicáramos algunos criterios para responder a ellas.

a) ¿Cómo se puede reconocer a una verdadera sierva de los pobres?
Ante todo, se trata de una cuestión de mentalidad y de actitud: «Se les llama «sirvientas» de los pobres —dice el reglamento de 1645— que, según el mundo, es una de las condiciones más bajas…» Y San Vicente diría a las Her­manas el 11 de noviembre de 1657: «Vivamos en conformidad con nuestra con­dición y no toleréis nunca que se os trate de otro modo que como a pobres muchachas.»
A la luz de las Constituciones, podemos entresacar algunos rasgos de la auténtica sierva:
  • Ø es «dependiente» (en el mejor sentido de la palabra):
    • de la Compañía,
    • de la Iglesia,
    • de los pobres, sus «Amos y Señores»,
    • de los acontecimientos,
    • de las condiciones de trabajo,
    • de su cooperación con los demás;
  • Ø es humilde y no debe rechazar ningún trabajo;
  • Ø sirve con un espíritu de total gratuidad, porque no espera nada a cam­bio;
  • Ø está disponible, y no se teme molestarla, porque se sabe que siempre se la va a encontrar en esa actitud profunda;
  • Ø es cordial y sirve con inalterable amabilidad;
  • Ø sabe compadecer, en el sentido pleno de la palabra, porque su amor es a la vez afectivo y efectivo;
  • Ø es sencilla y veraz en todo lo que dice y en todo lo que hace.
b) ¿Unimos realmente «servicio y presencia»?
Es éste uno de los problemas más importantes y delicados. Las Constitu­ciones dicen que «las hijas de la Caridad reconocen en los que sufren, en los que se ven lesionados en su dignidad, en su salud o sus derechos, a hijos de Dios, a hermanos y hermanas, de los que son solidarios».
¿Qué exige esa solidaridad?
  • Ø Un «estilo de vida» que se «ajuste» verdaderamente a los pobres;
  • Ø Reflexionar sobre las llamadas de la Compañía en la práctica, normalmente de la Provincia, y de la Comunidad local en relación con la Pro­vincia, preguntándose:
    • Esa llamada ¿nos concierne?
    • Al responder a ella, ¿podrán las Hermanas vivir íntegramente como Hijas de la Caridad?
    • ¿Ofrece la posibilidad de un contacto directo con los pobres?
    • Las actividades que configuran el servicio, ¿tienen preferentemente el carácter de tareas humildes?
    • Las Hermanas que habrían de dedicarse a ello, ¿tienen las aptitudes requeridas, en todos los aspectos?
    • ¿Habrá posibilidades apreciables, intra y extra comunitarias, de reflexión, tanto desde el punto de vista apostólico como vicenciano?
    • En una palabra, ¿puede la Compañía hacer suyo ese proyecto y podrá seguir de cerca a las Hermanas, sobre el terreno, mediante una supervisión periódica y seria?

c) ¿Qué hemos hecho de los célebres «pasos» expresados, hace unos quince años, por la Madre Guillemin?
Creo poder atestiguar que, bajo diferentes formas, la Compañía se ha esforzado modestamente en pasar:
  • Ø de una situación de posesión, a una situación de inserción;
  • Ø de un complejo de superioridad religiosa a un sentimiento de fraternidad
  • Ø de una posición de autoridad, a una postura de colaboración;
  • Ø de un complejo de inferioridad humana, a una franca participación en la vida;
  • Ø de una preocupación de «conversión moral», a una preocupación mi­sionera.
Pero existe siempre el peligro de darse por satisfechos y de alardear. Todos podemos recordar cierto número de casos (hablo en general y no sólo de la Compañía) en que personas que parecían haber emprendido bien esa «renovación» adaptada y auténtica, se quedaron a medio camino. Y, ¿por qué?… Por supuesto, hay que tener también presentes a los que supieron conservar encendida la antorcha sin dejarse desanimar por las dificulta­des, los fracasos aparentes o momentáneos y que, sobre todo, supieron ahon­dar más y más en sus convicciones de Fe y de Amor. En efecto, es en este aspecto sobre todo en el que hay que intentar mantenerse: importa mucho menos «hacer» que «ser». Importa mucho menos lo que se realiza que el espíritu que lo anima. Así lo expresábamos más arriba, por ejemplo, al plan­tearnos los criterios para distinguir a la verdadera «sierva de los pobres» según nuestros Fundadores.
No cabe duda de que ha habido reacciones «duras» contra las interpreta­ciones erróneas o abusivas de la «renovación» pedida por la Iglesia y el Concilio.
Sin embargo, un exceso no puede nunca justificar el exceso contrario. Sabernos bien —Juan Pablo II no deja de recordarlo, siguiendo a Pablo VI— que la puesta en práctica del Concilio es trabajo de largo esfuerzo y duración y, sobre todo, de «fidelidad» profunda. Comprendidos en este espíritu los «pasos» de que hablaba la Madre Guillemín, no han perdido nada —todo lo contrario— de su urgencia y actualidad. Expresan las exigencias que tene­mos que asumir si queremos encontrarnos con Jesús, en su «medio ambiente», el mundo de los pobres de hoy. No era otra cosa lo que decía San Vicente:
«Tendrán ordinariamente —no excepcionalmente— por monasterio las ca­sas de los enfermos, por celda un cuarto de alquiler…»
No nos engañemos: se trata de una dura exigencia y el Santo le da todo su sentido: «deben en fuerza de estas reflexiones, portarse en todas partes donde se hallaren entre gentes con tal recogimiento como se portaría una verdadera Religiosa en el retiro de su monasterio»…
Pablo VI expresaba la misma exigencia, con términos distintos, en «Re­novationis causam»:
«Muchos estaréis obligados a conducir vuestra existencia, al menos en parte, en un mundo que tiende a desterrar al hombre de sí mismo y a com­prometer a la vez que su unidad espiritual, su unión con Dios. Es necesa­rio pues que aprendáis a encontrarlo aún en esas condiciones de vida, mar­cadas por ritmos cada vez más acelerados, por el ruido y por los estímulos de las realidades efímeras» (núm. 33).
Al terminar, me veo asaltado por un cierto escrúpulo. Estoy pensando en las Hermanas que no tienen la posibilidad de un contacto directo y habitual con los pobres, a causa de su oficio, de su salud o de su edad…
Lo que con tanta insistencia hemos dicho acerca de la primacía del ser­vicio, ¿es válido para ellas, lo viven ellas también?… Con toda seguridad.
Y, al decir esto, no pienso sólo —por deseables que sean— en las medi­das que pueden tomarse eventualmente para que esas Hermanas no pierdan del todo el contacto con los pobres o puedan recobrarlo tan pronto como lo permitan las circunstancias. Tenemos que volver a lo más profundo de la noción evangélica de «servicio» y de la misión de servicio que la Compañía como tal ha recibido, según su vocación y su espíritu propios. Como decía la Madre Guillemín, «cada uno de los actos de la Hija de la Caridad está verda­deramente al servicio de los pobres, porque a ellos se consagra la Compañía entera y todo en ella ha sido concebido con tal fin». Es la Compañía como tal la que tiene como autor al Señor y la que ha sido aprobada por la Igle­sia que la hace participar en su misión universal de Salvación. A través de mi vocación vicenciana, entro, debo entrar, en el trabajo eclesial. Formo parte de un cuerpo en el que todo tiende y cuyos miembros contribuyen todos, cada uno por su parte, a la realización del bien común, uniéndose, en un mismo impulso, a Cristo-Servidor, a Cristo Misionero de los pobres. Allá donde el Señor me quiere y en la forma en que El lo quiere sirvo a los po­bres en la Compañía, participo en este servicio a los pobres en y por la Com­pañía.
Las Hijas de la Caridad, en efecto, tienen un compromiso propio que San Vicente no define corno un «hacer», sino más bien como un «estado de ‘ca­ridad» y un «espíritu» que no es sino el Espíritu Santo que actúa en noso­tros, como en todo cristiano, para que vivamos nuestro bautismo lo más plenamente posible en la línea de un amor-servicio, un amor sencillo y hu­milde.
En este punto, la aportación de Santa Luisa es muy importante y decisiva con su doctrina acerca del «Voto» corno tal, del que tiene una visión muy clara, así como de su significación en la vida de una Hija de la Caridad. El telón de fondo es siempre y esencialmente el acto puramente espiritual por el que una persona se ofrece al Señor y, por amor, llega hasta la expresión más perfecta y a las últimas exigencias del don total. Este compromiso tie­ne un carácter global: no se dan cosas, se da una a sí misma por entero. Una vez más, entra en el orden del ser ante todo y no del hacer. Esta dona­ción se realiza, evidentemente, en seguimiento de Cristo, poderoso, amante, fiel; pero se especifica precisando que se quiere «ser testigo de su caridad con los pobres». He aquí por qué el Voto de servir a Cristo en los pobres es el Voto por excelencia de la Hija de la Caridad. Con él ratifica, confir­ma y urge el compromiso que adquirió al entrar en la Compañía, y, al re­novar este Voto, todos los años —y los demás en función de éste—, intensifica cada vez más su amor a una vocación a la que, desde el principio, quiere y debe permanecer fiel durante toda su vida.
Si alguna gracia tenemos que pedir por intercesión de María en este CL aniversario de las Apariciones, es, sin duda, la del Espíritu que impregne todo esto. En este sentido es como hay que meditar la carta que nuestro Superior General ha enviado a toda la familia vicenciana:
«El Mensaje de la calle del Bac se dirige a los humildes, a los pequeños, a los pobres según el Evangelio y nos reafirma en las convicciones funda­mentales de nuestra vocación».
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